En la voz del Ingvill está la vibración rápida e inestable del violeta. A veces se airea y se acerca al azul -a ese azul jacarandá- pero su centro tiene el filo del violeta. Una violencia no violenta, un fuego, una locura. De a ratos, solo de a ratos, resplandecen verdes que reconectan con una naturaleza más estable.
Su voz, como un fractal, se duplica, se abre y expande sobre sí misma, pero hacia adentro. Escucho su voz y sé que es la punta del iceberg, la copa de un bosque con vida interna. Ahí se encuentra aún la niña y las figuras fantásticas del aire que se mueven en vapores púrpuras.
La sensación de husmear en libros de mitología que huelen a sol, a viejo y a fantástico. Algo está escondido, es un poderoso secreto íntimo que puede ser peligroso. Como todo lo violeta es atractivo, es seductor pero ambiguo e inestable.
No sé hacia dónde se va a definir, si se desbordará en azules intensos llenos de emoción y un poco de drama o irá a la acción del rojo que puede quemar, o si se oscurecerá y se meterá dentro de sí misma. Todo puede pasar. Me quedaré a escuchar, atónita ante esta historia atrapante, ante su melodía que me remonta como cometa a tierras de peligrosos y mágicos encantos.
Su carne es mutable.
Ingvill tiene personajes mágicos viviendo en su interior, muchos tristes, bondadosos y pequeños hombrecillos, hadas y definitivamente monstruos marinos, seres que viven en los árboles y son de color tierra, aires coloridos que se incorporan en la noche.
